El arte -y la artesanía- es un regalo implícito que nos dan otras personas. Surge de la necesidad, de una pulsión íntima e inexplicable, y cuando llega a la gente suele terminar encontrando a esa persona -o grupo- con la que es capaz de establecer un diálogo mudo a través de la emocionalidad. Ningún sistema automatizado hará arte sin ese arrebato comunicativo.
El género thrilleresco, así como sus insidiosos hermanos, se le da bien a Kormákur, sin yo haberlo seguido (es archiconocida mi escasa conexión natural con el thriller, aunque sigo perseverando) me consta. Así que cuando Baltasar ha metido la pata en otro registro he acudido.
Es envidiable que sin inventar nada nuevo ni pretenderlo, o quizá por eso mismo, el drama romántico que presentó el año pasado el director funcione como un reloj, ese que se mueve puntual, resulta bello de admirar y además le agarras cariño, como si fuese heredado. Touch parece un reloj heredado.
El asunto de la herencia no es baladí ni voy a incurrir en una dilogía gratuita. Por un lado, el propio argumento parte de un viaje al pasado (¿acaso se sale alguna vez de ese tiempo?, ¿no es el futuro un intento naíf y desesperado de salir de ahí?), el de Kristofer, padre viudo que lleva un amor de juventud como una cicatriz atrófica y lacerante que decide hacer de aquel repentino punto y final uno aparte; por otro, el protagonista que encarna al Kristofer veinteañero es Kormákur hijo, un aún poco experimentado (y soberbio) actor, Palmi Kormákur.
El pasado sin cerrar y la familia como sujetos hereditarios.
Touch funciona como cine, pues la técnica está subyugada a la narrativa, todo realza las sensaciones; y marca su tiempo según lo piden los personajes. Su partitura, su cadencia. Es el que requiere para desmadejar la historia y zurcir el pasado, esas emociones abiertas que, delicadas, traspasan la pantalla. Más vale tarde.
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Chicken Farm
Unique mechanic.
Itchio: 
breaking ranks. 
